Fallebas

Según la RAE, una “falleba”, palabra que procede del árabe hispánico “hallába” y esta de “mahlab”, que significa “garra, hoz”, es una varilla de hierro acodillada en sus extremos, sujeta en varios anillos, y que sirve para asegurar puertas y ventanas. Más concretamente, se trata de esos cierres que podemos ver en casas antiguas o palaciegas, para carpinterías de ventanas de una o dos hojas, independientemente de su altura, compuesto por una varilla fijada al larguero con dos extremos en forma de gancho que al girar noventa grados una maneta, se engarzan a la ventana y la fijan de una manera segura y rápida. Este “ingenio”, que puede parecer anodino, es de origen español y supuso toda una revolución arquitectónica, sobre todo a partir del siglo XVIII. Conozcamos algo más de su historia.

A pesar del origen árabe de la palabra falleba, no consta su uso en la España musulmana. Magníficos eran los elementos de carpintería que se podían encontrar en ciudades como Toledo, Córdoba o Granada, pero sus herrajes de cierre se basaban en pasadores o cerrojos de mayor o menor tamaño, tal y como ocurría en el resto de la península y en la Europa medieval y renacentista. Ni siquiera hay ejemplos mudéjares o moriscos, ya que habrá que esperar hasta el siglo XVI para ver los primeros ejemplos de este cerramiento.

Pero antes de eso, hay que explicar sus orígenes remotos. Desde que a finales del siglo XIV se desarrolló en el norte de España una técnica de fundido de hierro llamada “forja catalana”, la tradición de la forja y el cincel en nuestro país no hizo más que crecer, desarrollándose así ejemplos como la famosa Rejería Plateresca o creándose centros especializados como la escuela de Madrid de cinceladores y cerrajeros durante el reinado de Felipe II. Es así como nacen los trinquetes, las ballestillas, los cierres de nariz y, por supuesto, las fallebas.

Es a finales del siglo XVI cuando las fallebas aparecen totalmente integradas en la carpintería de cuarterones. Este invento supuso toda una revolución en la apertura de vanos en los muros, ya que el tamaño de las ventanas y de los portones ya no era un impedimento, porque este nuevo sistema permitía su cierre con gran comodidad y seguridad. De esta forma se desarrolla en España un sistema de carpintería de gran formato, realizada en pino silvestre, y que carecían de cristales. Este tipo de ventanales lo podemos encontrar en importantes edificios de la época, como el Monasterio de El Escorial, la Casa de la Panadería, o el Convento de las Trinitarias Descalzas, todos ellos en Madrid.

Mientras tanto, en el resto de Europa, el desconocimiento de la falleba condiciona el diseño de sus carpinterías y, por tanto, de sus ventanales. En el norte del continente seguían con un formato renacentista de ventanas múltiples sobrepuestas y pareadas en un mismo vano, abatibles a una sola hoja, que permitían una ventilación y una luminosidad reducida para unas estancias oscuras e insalubres. Por otra parte, a lo largo del siglo XVII, en lugares como Francia, Países Bajos, Alemania, Italia o Inglaterra, se desarrolla una tipología de ventana que se dibuja en la fachada en forma de cruz, en donde los huecos se estructuran a base de un parteluz y travesaños, primero de piedra y después de madera. En cada uno de los huecos se alojan ventanas abatibles a una hoja, que se cierran con pasadores y cuentan con pequeños vidrios emplomados.

La llegada del Neoclasicismo

Todo cambia a partir del siglo XVIII, cuando los descubrimientos de las ruinas de Herculano (1738) y de Pompeya (1748), a instancias del entonces rey de Nápoles, Carlo de Borbone –posteriormente Carlos III de España-, condicionan el nacimiento de una nueva tendencia en el pensamiento arquitectónico: el Neoclasicismo. Al igual que ya ocurriera con el Renacimiento, se trataba de un redescubrimiento del lenguaje clásico en la arquitectura, que encajó a la perfección con ese artilugio de las carpinterías de la España del Siglo de Oro: la falleba.

Desde la primera mitad del siglo XVIII, Francia disfrutaba de una gran expansión económica, social y cultural, que coincidía con otra territorial, por la llegada de los Borbones al trono de España. Fue entonces cuando la sociedad francesa descubrió aquel invento que sus vecinos españoles venían usando desde hacía más de cien años y que ellos rebautizaron como “l’espagnolette”. Incluso se incorporó a las carpinterías del Palacio de Versalles, cuando Pierre Gouthière, inventor del “dorado sobre bronce”, hizo de ellas un elemento preciosista y suntuoso, acorde con el exceso de la época. Gracias a la falleba o “l’espagnolette”, la ventana abatible a dos hojas, inexistente hasta entonces más allá de los Pirineos, se convierte en una seña de identidad en el nuevo estilo arquitectónico y en los usos de la vida cotidiana.

A finales del siglo XVIII se suceden los cambios en la legislación y ordenanzas municipales francesas. Tras la Revolución Francesa, la nueva sociedad laica y republicana que había enajenado los bienes a la monarquía, el clero y la nobleza, hará que los propietarios inmobiliarios no estén exentos de pagar sus impuestos. Estos se establecen en función del número y el tamaño de las puertas y ventanas, de ahí la importancia de la nueva conformación de las fachadas que propiciaron las fallebas. Además, la introducción del sistema métrico decimal hará cambiar las reglas de proporción en la arquitectura. Todo ello configura un nuevo alzado de los edificios, adaptados a los cánones neoclásicos pero también a la ley de impuestos imperante.

Este nuevo diseño se repite de forma uniforme a lo largo del siglo XIX, tanto en Francia como en España. Las tipologías de nuestras carpinterías y su inserción y distribución en las fachadas responden a los ejemplos desarrollados en París. Así se puede comprobar, por ejemplo, en importantes edificios madrileños, como el palacio de Linares, el Museo Cerralbo o el Lázaro Galdiano. Además, los planes urbanísticos de la época, como el del Ensanche de Barcelona (1859), los barrios de Chamberí, Salamanca o Argüelles en Madrid (en torno a 1876), o el plan de Antonio Cortázar en San Sebastián (1863) ya contemplan balcones homogéneos compuestos por dos hojas abatibles con zócalo inferior y gran altura acristalada, con contraventanas interiores y unas discretas protagonistas que contribuyeron silenciosamente a esta pequeña revolución: las fallebas.

FUENTE: “De la falleba a l’espagnolette, un viaje mundano de ida y vuelta”, de Bernardo López Lozano. Tamat Ebanistería y Restauración.