Una de las casas del museo al aire libre The Seurasaari, en Helsinki (Finlandia), con las paredes forradas de papel de periódico a modo de aislamiento.

Con motivo de las II Jornadas de Creaciones en Papel: tipologías y conservación que se están celebrando en la sede madrileña del IPCE entre los días 22 y 24 de este mes, y en las que Titanio Estudio ha participado a través de una conferencia impartida por nuestra compañera Elsa Soria junto a la también restauradora Rosa Plaza, ambas profesoras de la Escuela Superior de Conservación de Bienes Culturales de Madrid, hemos escrito estas líneas sobre la historia y evolución de las técnicas de fabricación del papel.

El origen del papel se remonta a principios del siglo II en China, en la misma época en la que en Europa dominaba el Imperio Romano y se empleaba el papiro y el pergamino. Habría que esperar hasta finales del siglo VIII para que el secreto de la fabricación de tan preciado bien fuera conocido por el Islam, momento en el que se introdujo su fabricación en Europa a través de España e Italia.

El papel se obtenía de telas en las que las fibras vegetales ya habían sufrido un proceso de preparación previo durante el hilado, el cual implicaba la separación parcial de las fibras y la eliminación de buena parte de los elementos no celulósicos. Si las pastas procedían directamente de plantas vivas, no sólo había que separar las fibras sino que también había que eliminar distintos compuestos, lo que se hacía mediante la maceración de los vegetales (inmersión en agua hasta su putrefacción).

En Europa el papel se realizaba con la forma metálica (forma fija en la que el tamiz estaba formado por puntizones de bronce o latón paralelos y muy próximos que se apoyaban sobre corondeles, y que dejaban en el papel lo que se conoce como marca de agua), lo que permitía poder colocar las hojas en pilas, separadas por fieltros, que a veces eran prensadas para favorecer el escurrido y el compactado del papel. Una vez secas las hojas, estas quedaban demasiado porosas, por lo que se encolaban de forma manual por impregnación o sumergiéndolas en colas (gelatina, de almidón) y gomas vegetales. Seguidamente se procedía con el bruñido de las hojas con un objeto redondeado de superficie lisa. Fue durante los siglos XV, XVI y XVII cuando se generalizó y expandió la fabricación de papel en Europa central y del norte, ampliación impulsada por la invención de la imprenta de tipos móviles.

A finales del siglo XVII se dio un nuevo aumento de la demanda de papel, lo que propició el desarrollo de nuevos sistemas de fabricación, como la aparición de la pila holandesa. Su funcionamiento consistía en aplastar las fibras húmedas entre unas cuchillas en el fondo de una tina hasta alcanzar la trituración efectiva, lo que producía dos efectos: la fragmentación de las fibras y su aplastamiento, por lo que mejoraba de forma notable la capacidad de unirse entre sí (es lo que se conocería como pastas refinadas). La pila holandesa se difundió por Europa y América en el siglo XVIII y se vio completada por otros sistemas de refinado, como, por ejemplo, las refinadoras cónicas.

 

Estancia de una casa de finales del siglo XVIII con papel pintado decorando sus paredes.

Estancia de una casa de finales del siglo XVIII con papel pintado decorando sus paredes.

 

En la última década del siglo XVIII tuvo lugar la primera de una serie de innovaciones que revolucionarían la fabricación de papel: la aparición de la “forma mecánica”, es decir, una máquina capaz de producir rollos de papel continuo y no hojas sueltas. Estas máquinas se fueron desarrollando e incrementando su tamaño hasta los 20-30 metros. Como anécdota curiosa comentar que la primera máquina de forma mecánica se importó desde Francia a España en 1836 para la fábrica de Tomás Jordán, situada en Manzanares el Real, localidad madrileña donde, además de ubicarse Titanio Estudio, se pueden visitar los restos arqueológicos de la misma.

Con estos avances técnicos se consiguió incrementar la velocidad de producción del papel, pero aún era la práctica del encolado lo que suponía una asignatura pendiente en el proceso, ya que se encolaba manualmente y después había que esperar a que las hojas se secaran en enormes tendederos. La solución natural era añadir cola en la tina donde se hallaba la pulpa, pero por motivos de eficiencia no se podía ejecutar porque suponía un desperdicio del producto.

No sería hasta principios del siglo XIX cuando un relojero suizo descubrió que con la resina de coníferas se podía hacer el encolado de la pulpa en la tina. La resina no es soluble en agua, sin embargo se puede saponificar añadiendo un álcali, por ejemplo sosa cáustica. Así, se convierte en jabón de resina que sí es soluble en agua. Si se añadía a la pulpa en la tina, la resina permanecía disuelta en agua pero no funcionaba como adhesivo. Sin embargo, si se añadía alumbre la resina disuelta se precipitaba, solidificándose y adhiriéndose a las fibras vegetales. Este sistema fue patentado en 1807.

Llegaba así un avance en la formación mecánica y en el encolado interno, lo que conllevó un aumento de producción de papel, pero este crecimiento no estaba respaldado por la materia prima del papel, que es la que entonces entorpecía el proceso, ya que se seguían utilizando trapos y papeles usados para la producción de pastas. Fue 1840 cuando se produjo el descubrimiento de las pastas mecánicas de madera, al encontrar un sistema que disgregaba la madera produciendo partículas aptas para la formación de papel. Sin embargo, el problema de estas pastas es que poseen un elevado contenido en materiales no celulósicos como la lignina, lo que les convierte en pastas de baja calidad.

En las décadas siguientes a 1840 aparecieron técnicas de producción de pastas químicas basadas en someter la madera troceada a la acción de tres factores: calor, presión y pH ácido o alcalino. Fueron  estos agentes los que consiguieron mejorar la calidad de las pastas de papel, las cuales  hoy en día se siguen perfeccionando.

Bibliografía: Muñoz Viñas, Salvador: La Restauración del Papel.